lunes, 5 de marzo de 2012

El árbol de manzanas


Hace mucho tiempo existía un enorme árbol de manzanas. Un pequeño niño lo amaba mucho y todos los días jugaba alrededor de él. Trepaba al árbol hasta el tope y él le daba sombra. Amaba al árbol y el árbol amaba al niño. Pasó el tiempo y el pequeño niño creció y nunca más volvió a jugar alrededor del enorme árbol.
Un día el muchacho regresó al árbol y escuchó que el árbol le dijo triste: "¿Vienes a jugar conmigo?". Pero el muchacho contestó: "Ya no soy el niño de antes que jugaba alrededor de enormes árboles. Lo que ahora quiero son juguetes y necesito dinero para comprarlos".
"Lo siento -dijo el árbol- pero no tengo dinero... Te sugiero que tomes todas mis manzanas y las vendas. De esta manera tú ob­tendrás el dinero para tus juguetes". El muchacho se sintió muy feliz. Tomó todas las manzanas y obtuvo el dinero y el árbol volvió a ser feliz. Pero el muchacho nunca volvió después de obtener el dinero y el árbol volvió a estar triste. .
Tiempo después, el muchacho regresó y el árbol se puso feliz y le preguntó: " ¿Vienes a jugar conmigo?". El muchacho le contestó: "No tengo tiempo para jugar. Debo de trabajar para mi familia. Necesito una casa para compartir con mi esposa e hijos. ¿Puedes ayudarme?".
"Lo siento, -dijo el árbol- pero no tengo una casa, pero... tú puedes cortar mis ramas y construir tu casa". El joven cortó todas las ramas del árbol y esto hizo feliz nuevamente al árbol, pero el joven nunca más volvió desde esa vez y el árbol volvió a estar triste y solitario.
Cierto día de un cálido verano, el hombre regresó y el árbol estaba encantado: "¿Vienes a jugar conmigo? El hombre contestó: "Es­toy triste y volviéndome viejo. Quiero un bote para navegar y des­cansar. ¿Puedes darme uno?". El árbol contestó: "Usa mi tronco para que puedas construir uno y así puedas navegar y ser feliz". El hombre cortó el tronco y construyó su bote. Luego se fue a nave­gar por un largo tiempo.
Finalmente regresó después de muchos años y el árbol le dijo: "Lo siento mucho, pero ya no tenga nada que darte ni siquiera manzanas". El hombre replicó: "No tengo dientes para morder, ni fuerza para escalar... Por ahora ya estoy viejo".
Entonces el árbol, con lágrimas en sus ojos, le dijo: "Realmente no puedo darte nada... la única cosa que me queda son mis raíces muertas". Y el hombre contestó: "Yo no necesito mucho ahora, sólo un lugar para descansar. Estoy tan cansado después de tantos años". A estas palabras el árbol repuso: "Bueno, las viejas raíces de un árbol, son el mejor lugar para recostarse y descansar. Ven, siéntate conmigo y descansa". El hombre se sentó junto al árbol y éste, feliz y contento, sonrió con lágrimas.
Esta puede ser la historia de cada uno de nosotros. El árbol son nuestros padres. Cuando somos niños, los amamos y jugamos con papá y mamá... Cuando crecemos los dejamos... sólo regresamos a ellos cuando los necesitamos o estamos en problemas... No importa lo que sea, ellos siempre están allí para damos todo lo que puedan y hacemos felices. Tú puedes pensar que el muchacho es cruel contra el árbol, pero es así como nosotros tratamos a nuestros padres...
Valoremos a nuestros padres mientras los tengamos a nuestro lado y si ya no están, que la llama de su amor viva por siempre en tu corazón y su recuerdo te dé fuerza cuando estás cansado...

La medalla olímpica


Cuando Susan se enteró que estaba embarazada, se preocupó mucho, pues hacía dos años que había superado la barrera de los 40 años y era consciente de los riesgos que entrañaba su embara­zo. Aunque vivía en Estados Unidos, donde es permitido el aborto, como cristiana comprometida desechó las insistentes voces de sus amigos y junto a su esposo Michael confiaron el embarazo al Señor. Kenneth nació aparentemente como un niño normal, sin embargo, las conclusiones del pediatra fueron contundentes: había nacido con Síndrome de Down, aunque no presentaba los típi­cos rasgos "mongoloides" que conllevan los que sufren este mal. Desde ese día sus padres decidieron darle todas las estimulaciones y esfuerzos para que pudiera valerse por sí mismo, además de una fe en Dios y en su Palabra. En la escuela especial, conoció a Benny que se convirtió en su compañero de aventuras y juntos destacaban entre el resto de los niños. Fueron creciendo y ambos se convirtieron en jóvenes atléticos y generosos. La disciplina con la que los formaron les permitió entrar en el equipo de atletismo para las Olimpiadas Especiales de Atlanta. No les fue difícil clasi­ficar para los 100, 200 Y 400 metros.
El día de las competencias, mientras los padres de Kenneth lo observaban expectantes desde las gradas, él hizo una oración, corrió con todas sus fuerzas, ganando así los 100 metros. Michael y Susan lloraron de alegría cuando se entonó el himno de la Unión mientras contemplaban el listón y la medalla de oro que colgaba en el pecho de su hijo. En los 400 metros, salió en primer lugar y se mantuvo así hasta la recta final, sin embargo, a pocos metros de la meta se detuvo y se retiró de la pista ante el asombro de la multitud. Sus padres le preguntaron con cariño: "¿Por qué hiciste eso, Kenneth? Si hubieras seguido, ¡habrías ganado otra carrera y parla tanto otra medalla!". "Pero mamá -contestó Kenneth con inocencia- yo ya tengo una medalla; en cambio ¡Benny, todavía no tiene una!".

domingo, 15 de enero de 2012

Un error perfecto


Mi abuelo amaba la vida, especialmente cuando podía hacerle una broma a alguien. Hasta que un frío domingo en Chicago, mi abue­lo pensó que Dios le había jugado una broma. Entonces no le causó mucha gracia. Él era carpintero. Ese día particularmente él había estado en la Iglesia haciendo unos baúles de madera para la ropa y otros artículos que enviarían a un orfelinato a China. Cuando regresaba a su casa, metió la mano al bolsillo de su cami­sa para sacar sus lentes, pero no estaban ahí. Estaba seguro de haberlos puesto ahí esa mañana, así que se regresó a la Iglesia. Los buscó, pero no los encontró. Entonces se dio cuenta de que los lentes se habían caído del bolsillo de su camisa, sin él darse cuenta, mientras trabajaba en los baúles que ya había cerrado y empacado. ¡Sus nuevos lentes iban camino a China! La Gran Depresión estaba en su apogeo y mi abuelo tenía 6 hijos. Había gastado 20 dólares en esos lentes. "No es justo -le dijo a Dios mientras manejaba frustrado de regreso a su casa-. Yo he hecho una obra buena donando mi tiempo y dinero y ahora esto".
Varios meses después, el Director del orfelinato estaba de visita en Estados Unidos. Quería visitar todas las Iglesias que lo habían ayudado cuando estaba en China, así que llegó un domingo en la noche a la pequeña Iglesia a donde asistía mi abuelo en Chicago. Mi abuelo y su familia estaban sentados entre los fieles, como de costumbre. El misionero empezó por agradecer a la gente por su bondad al apoyar al orfelinato con sus donaciones. "Pero más que nada -dijo- debo agradecerles por los lentes que mandaron. Ve­rán, los comunistas habían entrado al orfelinato, destruyendo todo lo que teníamos, incluyendo mis lentes. ¡Estaba desesperado! Aún y cuando tuviera el dinero para comprar otros, no había dónde. Además de no poder ver bien, todos los días tenía fuertes dolores de cabeza, así que mis compañeros y yo estuvimos pidiendo mucho a Dios por esto. Entonces llegaron sus donaciones. Cuando mis compañeros sacaron todo, encontraron unos lentes encima de una de las cajas". El misionero hizo una larga pausa, como permitiendo que todos digirieran sus palabras. Luego, aún maravillado, continuó: "Amigos, cuando me puse los lentes, eran como si los hubieran mandado hacer justo para mí! ¡Quiero agradecerles por ser parte de esto!". Todas las personas escucharon, y estaban contentos por los lentes milagrosos. Pero el misionero debió haberse confundido de Iglesia, pensaron. No había ningunos lentes en la lista de productos que habían enviado a China. Pero sentado atrás en silencio, con lágrimas en sus ojos, un carpintero ordinario se daba cuenta de que el Carpintero Maestro lo había utilizado de una manera extraordinaria.

Una bolsa para agua caliente


Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto; pero a pesar de todo lo que hicimos, murió dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora (¡no había electricidad para hacerla funcionar!), ni facilidades especiales para alimentarlo.
Aunque vivíamos en el ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros. Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. "¡Y era la última bolsa que nos quejaba!", exclamó, y no hay farmacias en los senderos del bosque. "Muy bien -dije- pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo de éste. Su trabajo es mantener al bebé abrigado".
Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les hice a los niños varias sugerencias de motivos para orar y les conté del bebé prematuro. Les dije el problema que teníamos para mante­nerlo abrigado y les mencioné que se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si tomaba frío. También les dije que su hermanita de 2 años estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo de oración, Ruth, una niña de 10 años oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: "Por favor Dios, mándanos una bolsa para agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muer­to. Por eso, Dios, MÁNDALA ESTA TARDE". Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración la niña agregó: "Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la peque­ña, y así pueda ver que tú le amas realmente?".
Frecuentemente las oraciones de los chicos me ponen en eviden­cia. ¿Podría decir honestamente "amén" a esa oración? No creía que Dios pudiese hacerla. Sí, claro sé que Él puede hacer cual­quier cosa. Pero hay límites ¿no?, y yo tenía algunos GRANDES "peros...".
La única forma en la que Dios podía contestar esta oración en particular, era enviándome un paquete de mi tierra natal. Había ya estado en África casi 4 años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente?
A media tarde cuando estaba enseñando en la escuela de enfer­meras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto no iba a abrir el paquete yo sola, así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes de la leprosería y los chicos parecían estar un poco aburridos. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas, lo que serviría para hacer una buena tanda de panecitos el fin de semana. Volví meter la mano y sentí... ¿sería posible? La agarré y la saqué... ¡Sí, era UNA BOLSA PARA AGUA CALIENTE NUEVA!
Lloré... Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerla. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: "Si Dios mando la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!". Escarbó el fondo de la caja y sacó una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: "¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama en verdad?". Ese paquete había estado en camino por 5 meses. Lo había preparado mi antigua escuela dominical, cuya maestra había escuchado y obedecido la voz de Dios que la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar en el ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes en respuesta a la oración de fe de una niña de 10 años que la había pedido para esa misma tarde. Esto nos habla de la fuerza que tiene la oración que se hace con fe y confianza. Y tú, ¿tienes esa confianza?.. ¿Tienes esa actitud orante?

Los mares de Palestina


Hay dos mares en Palestina.
Uno es fresco y lleno de peces, hermosas plantas adornan sus orillas; los árboles extienden sus ramas sobre él y alargan sus sedientas raíces para beber sus saludables aguas y en sus playas los niños juegan.
El río Jordán hace este mar con burbujeantes aguas de las colinas, que ríen en el atardecer. Los hombres construyen sus casas en la cercanía y los pájaros sus nidos y toda clase de vida es feliz por estar allí.
El río Jordán corre hacia el sur a otro mar.
Aquí no hay trazas de vida, ni murmullos de hojas, ni cantos de pájaros ni risas de niños. Los viajeros escogen otra ruta, solamente por urgencia lo cruzan. El aire es espeso sobre sus aguas y ningún hombre, ni bestias, ni aves la beben. ¿Qué hace esta gran diferencia entre mares vecinos?
No es el río Jordán. Él lleva la misma agua a los dos. No es el suelo sobre el que están, ni el campo que los rodea, la diferencia es esta: El mar de Galilea recibe al río pero no lo retiene. Por cada gota que le llega, sale otra.
El dar y recibir son en igual manera.
El otro mar es un AVARO... guarda su ingreso celosamente. No tiene un generoso impulso. Cada gota que llega, allí queda. El mar de Galilea da y VIVE. El otro mar no da nada. Le llaman el mar MUERTO.

Auxilio bajo la lluvia


Una noche, a las 11:30 p.m., una mujer afro-americana, de edad avanzada estaba parada en el hombrillo de una autopista de Alabama, tratando de soportar una fuerte tormenta. Su carro se había descompuesto y ella necesitaba desesperadamente que la llevaran. Toda mojada, ella decidió detener el próximo carro. Un joven blanco se detuvo a ayudarla, a pesar de todo los conflictos que habían ocurrido durante los 60. El joven la llevó a un lugar seguro, la ayudó a obtener asistencia y la puso en un taxi.

Ella parecía estar bastante apurada. Anotó la dirección del joven, le agradeció y se fue. Siete días pasaron, cuando tocaron a la puerta. Para sorpresa del joven, un televisor pantalla gigante a color le fue entregado por correo en su casa. Tenía una nota espe­cial adjunta al paquete: "Muchísimas gracias por ayudarme en la autopista la otra noche. La lluvia anegó no sólo mi ropa sino mi espíritu. Entonces apareció usted. Gracias a ello, pude llegar al lado de la cama de mi marido agonizante, justo antes de que mu­riera. Dios lo bendiga por ayudarme y por servir a otros desinteresadamente. Sinceramente, la Señora de Nat King Cole".


Donando sangre


"Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un Hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, ellá sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, quien había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado anticuerpos necesarios para combatir la enfermedad. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre para su hermana. Yo lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: 'Sí; yo lo haré, sieso salva a Liz'. Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana Y sonriente mientras nosotros lo asistíamos a él y a su hermana, viendo retornar el color a las mejillas de la niña.
Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció.
Él miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: "¿A qué hora empezaré a morirme?".
Siendo sólo un niño, no había comprendido al doctor; él pensaba que le daría toda su sangre a su hermana, Y aun así estuvo dispuesto a dársela".
Da todo por quien amas; y cuida a tu familia.