domingo, 15 de enero de 2012

Un error perfecto


Mi abuelo amaba la vida, especialmente cuando podía hacerle una broma a alguien. Hasta que un frío domingo en Chicago, mi abue­lo pensó que Dios le había jugado una broma. Entonces no le causó mucha gracia. Él era carpintero. Ese día particularmente él había estado en la Iglesia haciendo unos baúles de madera para la ropa y otros artículos que enviarían a un orfelinato a China. Cuando regresaba a su casa, metió la mano al bolsillo de su cami­sa para sacar sus lentes, pero no estaban ahí. Estaba seguro de haberlos puesto ahí esa mañana, así que se regresó a la Iglesia. Los buscó, pero no los encontró. Entonces se dio cuenta de que los lentes se habían caído del bolsillo de su camisa, sin él darse cuenta, mientras trabajaba en los baúles que ya había cerrado y empacado. ¡Sus nuevos lentes iban camino a China! La Gran Depresión estaba en su apogeo y mi abuelo tenía 6 hijos. Había gastado 20 dólares en esos lentes. "No es justo -le dijo a Dios mientras manejaba frustrado de regreso a su casa-. Yo he hecho una obra buena donando mi tiempo y dinero y ahora esto".
Varios meses después, el Director del orfelinato estaba de visita en Estados Unidos. Quería visitar todas las Iglesias que lo habían ayudado cuando estaba en China, así que llegó un domingo en la noche a la pequeña Iglesia a donde asistía mi abuelo en Chicago. Mi abuelo y su familia estaban sentados entre los fieles, como de costumbre. El misionero empezó por agradecer a la gente por su bondad al apoyar al orfelinato con sus donaciones. "Pero más que nada -dijo- debo agradecerles por los lentes que mandaron. Ve­rán, los comunistas habían entrado al orfelinato, destruyendo todo lo que teníamos, incluyendo mis lentes. ¡Estaba desesperado! Aún y cuando tuviera el dinero para comprar otros, no había dónde. Además de no poder ver bien, todos los días tenía fuertes dolores de cabeza, así que mis compañeros y yo estuvimos pidiendo mucho a Dios por esto. Entonces llegaron sus donaciones. Cuando mis compañeros sacaron todo, encontraron unos lentes encima de una de las cajas". El misionero hizo una larga pausa, como permitiendo que todos digirieran sus palabras. Luego, aún maravillado, continuó: "Amigos, cuando me puse los lentes, eran como si los hubieran mandado hacer justo para mí! ¡Quiero agradecerles por ser parte de esto!". Todas las personas escucharon, y estaban contentos por los lentes milagrosos. Pero el misionero debió haberse confundido de Iglesia, pensaron. No había ningunos lentes en la lista de productos que habían enviado a China. Pero sentado atrás en silencio, con lágrimas en sus ojos, un carpintero ordinario se daba cuenta de que el Carpintero Maestro lo había utilizado de una manera extraordinaria.

Una bolsa para agua caliente


Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto; pero a pesar de todo lo que hicimos, murió dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora (¡no había electricidad para hacerla funcionar!), ni facilidades especiales para alimentarlo.
Aunque vivíamos en el ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros. Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. "¡Y era la última bolsa que nos quejaba!", exclamó, y no hay farmacias en los senderos del bosque. "Muy bien -dije- pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo de éste. Su trabajo es mantener al bebé abrigado".
Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les hice a los niños varias sugerencias de motivos para orar y les conté del bebé prematuro. Les dije el problema que teníamos para mante­nerlo abrigado y les mencioné que se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si tomaba frío. También les dije que su hermanita de 2 años estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo de oración, Ruth, una niña de 10 años oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: "Por favor Dios, mándanos una bolsa para agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muer­to. Por eso, Dios, MÁNDALA ESTA TARDE". Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración la niña agregó: "Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la peque­ña, y así pueda ver que tú le amas realmente?".
Frecuentemente las oraciones de los chicos me ponen en eviden­cia. ¿Podría decir honestamente "amén" a esa oración? No creía que Dios pudiese hacerla. Sí, claro sé que Él puede hacer cual­quier cosa. Pero hay límites ¿no?, y yo tenía algunos GRANDES "peros...".
La única forma en la que Dios podía contestar esta oración en particular, era enviándome un paquete de mi tierra natal. Había ya estado en África casi 4 años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente?
A media tarde cuando estaba enseñando en la escuela de enfer­meras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto no iba a abrir el paquete yo sola, así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes de la leprosería y los chicos parecían estar un poco aburridos. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas, lo que serviría para hacer una buena tanda de panecitos el fin de semana. Volví meter la mano y sentí... ¿sería posible? La agarré y la saqué... ¡Sí, era UNA BOLSA PARA AGUA CALIENTE NUEVA!
Lloré... Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerla. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: "Si Dios mando la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!". Escarbó el fondo de la caja y sacó una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: "¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama en verdad?". Ese paquete había estado en camino por 5 meses. Lo había preparado mi antigua escuela dominical, cuya maestra había escuchado y obedecido la voz de Dios que la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar en el ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes en respuesta a la oración de fe de una niña de 10 años que la había pedido para esa misma tarde. Esto nos habla de la fuerza que tiene la oración que se hace con fe y confianza. Y tú, ¿tienes esa confianza?.. ¿Tienes esa actitud orante?

Los mares de Palestina


Hay dos mares en Palestina.
Uno es fresco y lleno de peces, hermosas plantas adornan sus orillas; los árboles extienden sus ramas sobre él y alargan sus sedientas raíces para beber sus saludables aguas y en sus playas los niños juegan.
El río Jordán hace este mar con burbujeantes aguas de las colinas, que ríen en el atardecer. Los hombres construyen sus casas en la cercanía y los pájaros sus nidos y toda clase de vida es feliz por estar allí.
El río Jordán corre hacia el sur a otro mar.
Aquí no hay trazas de vida, ni murmullos de hojas, ni cantos de pájaros ni risas de niños. Los viajeros escogen otra ruta, solamente por urgencia lo cruzan. El aire es espeso sobre sus aguas y ningún hombre, ni bestias, ni aves la beben. ¿Qué hace esta gran diferencia entre mares vecinos?
No es el río Jordán. Él lleva la misma agua a los dos. No es el suelo sobre el que están, ni el campo que los rodea, la diferencia es esta: El mar de Galilea recibe al río pero no lo retiene. Por cada gota que le llega, sale otra.
El dar y recibir son en igual manera.
El otro mar es un AVARO... guarda su ingreso celosamente. No tiene un generoso impulso. Cada gota que llega, allí queda. El mar de Galilea da y VIVE. El otro mar no da nada. Le llaman el mar MUERTO.

Auxilio bajo la lluvia


Una noche, a las 11:30 p.m., una mujer afro-americana, de edad avanzada estaba parada en el hombrillo de una autopista de Alabama, tratando de soportar una fuerte tormenta. Su carro se había descompuesto y ella necesitaba desesperadamente que la llevaran. Toda mojada, ella decidió detener el próximo carro. Un joven blanco se detuvo a ayudarla, a pesar de todo los conflictos que habían ocurrido durante los 60. El joven la llevó a un lugar seguro, la ayudó a obtener asistencia y la puso en un taxi.

Ella parecía estar bastante apurada. Anotó la dirección del joven, le agradeció y se fue. Siete días pasaron, cuando tocaron a la puerta. Para sorpresa del joven, un televisor pantalla gigante a color le fue entregado por correo en su casa. Tenía una nota espe­cial adjunta al paquete: "Muchísimas gracias por ayudarme en la autopista la otra noche. La lluvia anegó no sólo mi ropa sino mi espíritu. Entonces apareció usted. Gracias a ello, pude llegar al lado de la cama de mi marido agonizante, justo antes de que mu­riera. Dios lo bendiga por ayudarme y por servir a otros desinteresadamente. Sinceramente, la Señora de Nat King Cole".


Donando sangre


"Hace muchos años, cuando trabajaba como voluntario en un Hospital de Stanford, conocí a una niñita llamada Liz, ellá sufría de una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse era una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, quien había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad y había desarrollado anticuerpos necesarios para combatir la enfermedad. El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a dar su sangre para su hermana. Yo lo vi dudar por sólo un momento antes de tomar un gran suspiro y decir: 'Sí; yo lo haré, sieso salva a Liz'. Mientras la transfusión continuaba, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana Y sonriente mientras nosotros lo asistíamos a él y a su hermana, viendo retornar el color a las mejillas de la niña.
Entonces la cara del niño se puso pálida y su sonrisa desapareció.
Él miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: "¿A qué hora empezaré a morirme?".
Siendo sólo un niño, no había comprendido al doctor; él pensaba que le daría toda su sangre a su hermana, Y aun así estuvo dispuesto a dársela".
Da todo por quien amas; y cuida a tu familia.

Las piedrecitas azules


Dos piedrecitas vivían en medio de otras, en el lecho de un torrente. Se distinguían entre todas porque eran de un intenso color azul. Cuando les llegaba el sol, brillaban como dos pedacitos de cielo caídos al agua. Conversaban sobre lo que serían cuando alguien las descubriera: "Acabaremos en la corona de una reina" se decían.
Un día fueron recogidas por una mano humana. Durante un tiem­po estuvieron sofocándose en diversas cajas, hasta que alguien las tomó y oprimió contra una pared, igual que otras, introducién­dolas en un lecho de cemento pegajoso. Lloraron, suplicaron, insultaron, amenazaron, pero dos golpes de martillo las hundieron todavía más en aquel cemento.
A partir de entonces sólo pensaban en huir. Trabaron amistad con un hilo de agua que, de cuando en cuando, corría por encima de ellas y le decían: "Fíltrate por debajo de nosotras y arráncanos de está maldita pared".
Así lo hizo el hilo de agua y al cabo de unos meses las piedrecitas ya bailaban un poco en su lecho. Finalmente, en una noche húme­da, las dos piedrecitas cayeron al suelo y yaciendo por tierra echa­ron una mirada a lo que había sido su prisión. La luz de la luna iluminaba un espléndido mosaico. Miles de piedrecitas de oro y de colores formaban la figura de Cristo.
Pero en el rostro del Señor había algo raro, estaba ciego. Sus ojos carecían de pupilas. Las dos piedrecitas comprendieron. Eran ellas las pupilas de Cristo. Por la mañana un sacristán distraído tropezó con algo extraño en el suelo. En la penumbra pasó la escoba y las echó al cubo de basura.
Cristo tiene un plan maravilloso para cada uno y, a veces, no lo entendemos y por hacer nuestra propia obra, malogramos lo que él había trazado. Somos las pupilas de Cristo. Él nos necesita para que, a través de nosotros, pueda llevar el amor al mundo.


La mamá más mala del mundo


Siempre estuve segura de que me había tocado la mamá más mala del mundo. Desde que era muy pequeña, me obligaba a desayunar o a tomar algo por la mañana. Antes de ir a la escuela, por lo menos debía tomar leche, mientras que otras madres ni se ocupaban de eso. Me hacía un sándwich o me daba una fruta, cuando los demás niños podían comprar papitas y comer otras cosas ricas. ¡Cómo me molestaba eso! Y también sus palabras: "Come. ¡Anda! i No dejes sin terminar! ¡Acaba! ¡Hazlo bien! ¡Vuelve a hacerlo!". Y así siem­pre... Violó las reglas al poner a trabajar a menores de edad, y me obligaba a tender mi cama, a ayudar en la preparación de la comida y hacer algunos mandados. El más horrible era ir por las tortillas con ese calor y las largas filas. ¡Cuánto trabajo!
Fui creciendo y mi mamá se metía en todo: "¿Quiénes son tus ami­gas? ¿Quiénes son sus mamás? ¿Dónde viven?..". Lo peor fue cuando empecé a tener amigos. Mientras las otras amigas los po­dían ver a escondidas, yo los tenía que pasar a la sala y presentar­los. ¡Era el colmo! Y el interrogatorio de costumbre: "¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿Qué estudias? ¿Trabajas?..". Los quehaceres fueron en aumento... que barre, que arregla el clóset, todo eso era enfadosísimo. Los años también pasaron. Me casé e inicié una nueva familia. Ahora soy madre también, y en este 10 de mayo me he acercado a comulgar y con gran satisfacción le he dado gracias al Señor por mi mamá.
Gracias al cuidado que tuvo con mis alimentos crecí sana y fuerte, y cuando llegué a enfermarme me cuidó con mucho cariño. Gracias a la atención que puso en mis tareas logré terminar mi carrera. Gracias a que me enseñó a hacer labores en la casa ahora tengo mi hogar limpio y ordenado y sé administrar mi hogar. Gracias al cuidado que puso para que yo escogiera a mis amigas aún conservo algunas, que son un verdadero tesoro... Gracias a que conoció a mis amigos, pude darme cuenta quién era el mejor y ahora es mi esposo. "Gracias, Señor", le dije desde el fondo de mi corazón, "por darme' a mi mamá, a mi mamá querida, a quien sólo le vi defectos y no cualidades, a esa mamá, que me ha amado tanto y me formó tan bien. Sólo te pido, Señor, que ahora que tengo mis hijos, me consideren la mamá más mala del mundo".

Cuando Dios creó a las madres


Cuando Dios estaba creando a la madre, se encontraba trabajan­do horas extras en el sexto día. En ese momento apareció un án­gel y le dijo: "Señor, ¿no crees que estás poniéndole demasiadas cosas a esta obra?". - "¿Acaso no has notado todo lo que necesi­ta?" -contestó el Señor-. Requiere ser completamente lavable, pero no puede ser de plástico, tener 180 partes móviles... todas reemplazables; tener un--regazo que desaparezca cuando ella se para, poseer un beso capaz de sanar desde una pierna rota hasta un desengaño amoroso y por supuesto tener tres pares de ma­nos", Con un ademán el ángel dijo: "¡Tres pares de manos... de ninguna manera!". "No son las manos las que me están causando problemas -respondió el Señor- son más bien los tres pares de ojos que ellas deben tener". "¿En el modelo estándar?", preguntó el ángel. El Señor respondió: "Un par que pueda ver a través de puertas cerradas para cuando ella pregunte: ¿qué están haciendo ahí, niños?, aunque ella ya lo sepa. El segundo par en la parte de atrás de la cabeza para ver lo que no quiere ver, pero que tiene que saber y por supuesto los que tiene enfrente para ver al niño travieso y decir con la mirada y sin hablar: lo entiendo y te amo". “Señor -dijo el ángel gentil mente- ve a la cama, mañana será otro día". "No puedo -dijo el Señor-, estoy tan cerca de crear algo muy parecido a mí, ahora mismo estoy introduciendo un dispositivo para que se autocure cuando esté enferma, pueda alimentar a una fa­milia de seis con sólo medio kilo de carne y pueda mantener a un niño de tres años en la regadera". El ángel revisó cuidadosamente al molde y dijo: “Me parece que es muy suave". "Pero muy resistente -contestó el Señor-. No puedes imaginar lo que esta obra mía puede hacer o soportar". "¿Puede pensar?, preguntó el ángel. "No sólo piensa, sino que es intuitiva y llega a acuerdos", sostuvo el Creador. Finalmente el ángel se inclinó, recorrió con su dedo la mejilla e informó al Señor: "Hay una gotera… Te lo dije, has puesto demasiadas cosas en este modelo". "No es una gotera -explicó el Señor- es una lágrima". "¿Para qué?", preguntó el ángel. "Es para manifestar alegría, tristeza, dolor, decepción, soledad y orgullo", contestó el Señor. "Señor, eres un genio", dijo el ángel. El Señor miró asombrado y dijo: "No recuerdo haberla puesto ahí".

jueves, 5 de enero de 2012

¿Qué eligirías?


Una vez, un padre se sentó con sus tres hijos en el jardín y les preguntó: "Supongamos que pudieran tener cualquier cosa que su corazón deseara, ¿qué elegirían?". "Yo, desearía ser hermosa, ­repuso su hija-. A todo el mundo le gusta lo hermoso y a todo el mundo le gustaría yo".
"Que tonta eres", agregó su hermano. "¿Recuerdas qué bonita era tu amiga Lolita antes de que le diera viruela? La belleza es una cosa pasajera. Mi deseo sería ser rico. El dinero regula al mundo y con él compraría todo lo que quisiera".
El tercero, entonces dio su opinión: "Yo creo que eres tan ignorante como nuestra hermana. La riqueza se pierde tan fácilmen­te como la belleza. Mi deseo sería tener sabiduría. Nadie me la podría quitar".
El padre que había estado escuchando silenciosamente, se le­vantó y con una varita escribió un gran número de ceros en la tierra y les dijo: "Todas las cosas que han dicho: belleza, riqueza y sabiduría, no son nada para un hombre inteligente. Son como muchos ceros, pero pónganle un número antes de los ceros y los convertirán en un gran tesoro.  La única cosa que realmente importa es la virtud, que es un regalo de Dios. La virtud por sí sola hará a las personas hermosas, ricas y sabias”.

El vendedor de globos


Una vez había una gran fiesta en un pueblo. Toda la gente había dejado sus trabajos y ocupaciones de cada día para reunirse en la plaza principal, en donde estaban los juegos y los puestitos de venta de cuanta cosa linda uno pudiera imaginarse.
Los niños eran quienes gozaban con aquellos festejos populares. Había venido de lejos todo un circo, con payasos y equilibristas, con animales amaestrados y domadores que les hacían hacer pruebas y cabriolas. También se habían acercado hasta el pueblo toda clase de vendedores, que ofrecían golosinas, alimentos y juguetes para que los chicos gastaran allí los pesos que sus padres o padrinos les habían regalado con motivo de sus cumpleaños, o pagándoles trabajitos extras.
Entre todas estas personas había un vendedor de globos. Los te­nía de todos los colores y formas. Había algunos que se distin­guían por su tamaño. Otros eran bonitos porque imitaban a algún animal conocido, o extraño. Grandes, chicos, vistosos o raros, to­dos los globos eran originales y ninguno se parecía al otro. Sin embargo, eran pocas las personas que se acercaban a mirarlos, y menos aún los que pedían para comprar algunos.
Pero se trataba de un gran vendedor. Por eso, en un momento en que toda la gente estaba ocupada en curiosear y detenerse, hizo algo extraño. Tomó uno de sus mejores globos y lo soltó. Como estaba lleno de aire muy liviano, el globo comenzó a elevarse rápidamente y pronto estuvo por encima de todo lo que había en la plaza. El cielo estaba clarito, y el sol radiante de la mañana ilumi­naba aquel globo que trepaba y trepaba, rumbo hacia el cielo, empujado lentamente hacia el oeste por el suave viento de aquella hora. El primer niño gritó: "¡Mira mamá, un globo!".
Inmediatamente fueron varios más que lo vieron y lo señalaron a sus chicos o a sus más cercanos. Para entonces, el vendedor ya había soltado un nuevo globo de otro color y tamaño mucho más grande. Esto hizo que prácticamente todo el mundo dejara de mirar lo que estaba haciendo, y se pusiera a contemplar aquel sencillo y magnífico espectáculo de ver cómo un globo perse­guía al otro en su subida al cielo.
Para completar la cosa, el vendedor soltó dos globos con los me­jores colores que tenía, pero atados entre sí. Con esto consiguió que un grupo de niños pequeños lo rodeara, y pidiera a gritos que su papá o su mamá le comprara un globo como aquellos que esta­ban subiendo y subiendo. Al gastar gratuitamente algunos de sus mejores globos, consiguió que la gente le valorara todos los que aún le quedaban y que eran muchos. Porque realmente tenía glo­bos de todas formas, tamaños y colores. En poco tiempo ya eran muchísimos los niños que se paseaban con ellos, y hasta había alguno que imitando lo que viera, había dejado que el suyo trepara en libertad por el aire. 
Había allí cerca un niño negro, que con dos lagrimones en los ojos, miraba con tristeza todo aquello. Parecía como si una honda angustia se hubiera apoderado de él. El vendedor, que era un buen hombre, se dio cuenta de ello y llamándolo le ofreció un globo. El pequeño movió la cabeza negativamente, y se rehusó a tomarlo. "Se lo regalo, pequeño", le dijo el hombre con cariño, insistiéndole para que lo tomara.
Pero el niño negro, de pelo corto y ensortijado, con dos grandes ojos tristes, hizo nuevamente un ademán negativo rehusando aceptar lo que se le estaba ofreciendo. Extrañado el buen hom­bre le preguntó al pequeño qué era entonces lo que lo entriste­cía. Y el negrito le contestó, en forma de pregunta: "Señor, si usted suelta ese globo negro que tiene ahí, ¿será que sube tan alto como los otros globos de colores?".
Entonces el vendedor entendió. Tomó un hermoso globo negro, que nadie había comprado, y desatándolo se lo entregó al pequeño, mientras le decía: "Haga usted mismo la prueba: Suéltelo y verá cómo también su globo sube igual que todos los demás". Con ansiedad y esperanza, el negrito soltó lo que había recibido, y su alegría fue inmensa al ver que también el suyo trepaba ve­lozmente, lo mismo que habían hecho los demás globos. Se puso a bailar, a palmotear, a reírse de puro contento y felicidad. Enton­ces el vendedor, mirándolo a los ojos y acariciando su cabecita enrulada, le dijo con cariño: "Mire, pequeño, lo que hace subir a los globos no es la forma ni el color, sino lo que tienen dentro".

El discípulo de Socrates


Un discípulo llegó muy agitado a casa de Sócrates, y empezó a hablar de esta manera:
-Maestro, quiero contarte que un amigo tuyo estuvo hablando de ti con malevolencia...
Sócrates lo interrumpió diciendo: "¡Espera! ¿Ya hiciste pasar a través de las tres cercas lo que me vas a decir?".

-¿Las tres cercas?

-Sí –replicó Sócrates- La primera es la VERDAD. ¿Ya examinaste cuidadosamente si lo que me quieres decir, es verdadero en todos los puntos?

-No... Lo oí decir a unos vecinos.

-Pero al menos lo habrás hecho pasar por la segunda cerca que es la BONDAD. ¿Lo que me quieres decir es, por lo menos, bueno?

-No, en realidad no; al contrario...

-¡Ah! -interrumpió Sócrates- Entonces vamos a la última cerca:
¿Es NECESARIO que me cuentes eso?

-Para ser sincero, no; necesario no es.

-Entonces -sonrió el sabio- si no es verdadero, ni bueno, ni necesario... Sepultémoslo en el olvido.

lunes, 2 de enero de 2012

Yo puedo hacer la diferencia

Su nombre era Mrs. Thompson. Mientras estuvo al frente de su clase de 5o. grado, el primer día de clase lo iniciaba diciendo a los niños una mentira. Como la mayor parte de los profesores, ella miraba a sus alumnos y les decía que a todos los quería por igual. Pero eso no era posible, porque ahí en la primera fila, desparra­mado sobre su asiento, estaba un niño llamado Teddy Stoddard.
Mrs. Thompson había observado a Teddy desde el año anterior y había notado que él no jugaba muy bien con otros niños, su ropa estaba muy descuidada y constantemente necesitaba darse un buen baño. El niño comenzaba a ser un tanto desagradable.
En la escuela donde Mrs. Thompson enseñaba, le era requerido revisar el historial de cada niño. Ella dejó el expediente de Teddy para el final. Cuando lo revisó, se llevó una gran sorpresa. La pro­fesora de primer grado escribió: "Teddy es un niño muy brillante con una sonrisa sin igual. Hace su trabajo de una manera limpia y tiene muy buenos modales... es un placer tenerlo cerca",

Su profesora de segundo grado escribió: "Teddy es un excelente estudiante, se lleva muy bien con sus compañeros, pero se nota preocupado porque su madre tiene una enfermedad incurable y el ambiente en su casa debe ser muy difícil". La profesora de tercer grado escribió: "Su madre ha muerto, ha sido muy duro para él. Trata de hacer su mejor esfuerzo, pero su padre no muestra mu­cho interés y el ambiente en su casa le afectará pronto si no se toman ciertas medidas".
Su profesora de cuarto grado escribió: "Teddy se encuentra atra­sado con respecto a sus compañeros y no muestra mucho interés en la escuela. No tiene muchos amigos y en ocasiones duerme en clase".
Ahora Mrs. Thompson se había dado cuenta del problema y esta­ba apenada con ella misma. Comenzó a sentirse peor cuando sus alumnos le llevaron sus regalos de Navidad, envueltos con precio­sos moños y papel brillante, excepto Teddy. Su regalo estaba mal envuelto con un papel amarillento que había tomado de una bolsa de papel.
Algunos niños comenzaron a reír cuando ella encontró un viejo brazalete y un frasco de perfume con sólo un cuarto de su conteni­do. Ella detuvo las burlas de los niños al exclamar lo precioso que era el brazalete mientras se colocaba un poco del perfume en su muñeca. Teddy Stoddard se quedó ese día al final de la clase el tiempo suficiente para decir: "Mrs. Thompson, el día de hoy usted huele como solía oler mi mamá". Desde ese día, ella dejó de ense­ñarles a los niños aritmética, a leer y a escribir. En lugar de eso, comenzó a educar a los niños. Mrs. Thompson puso atención es­pecial en Teddy. Conforme comenzó a trabajar con él, su cerebro comenzó a revivir. Mientras más lo apoyaba, él respondía más rápido. Para el final del ciclo escolar, Teddy se había convertido en uno de los niños más aplicados de la clase.
Un año después, ella encontró una nota debajo de su puerta, era de Teddy, diciéndole que ella había sido la mejor maestra que ha­bía tenido en toda su vida.
Catorce años después recibió otra nota. En esta ocasión le expli­caba que cuando concluyó su carrera, decidió viajar un poco. La carta le explicaba que ella seguía siendo la mejor maestra que había tenido y su favorita. Ahora su nombre se había alargado un poco, la carta estaba firmada por Dr. Theodore F. Stoddard.
La historia no termina aquí, existe una carta más para leer, Teddy ahora decía que había conocido a una chica con la cual iba a casar­se. Explicaba que su padre había muerto hacía un par de años y le preguntaba a Mrs. Thompson si le gustaría ocupar en su boda el lugar que usualmente es reservado para la madre del novio...
Por supuesto Mrs. Thompson aceptó. Llegó usando el viejo braza­lete y se aseguró de usar el perfume que Teddy recordaba que usó su madre en la última Navidad que pasaron juntos. Se dieron un gran abrazo y el Dr. Stoddard le susurró al oído: "Gracias Mrs. Thompson por creer en mí. Muchas gracias por hacerme sentir importante y mostrarme que yo puedo hacer la diferencia".
Mrs. Thompson tomó aire y dijo: "Teddy, te equivocas, tú fuiste quien me enseñó que yo puedo hacer la diferencia. No sabía cómo educar hasta cuando te conocí”.

Como hijo pobre

Es absolutamente necesario que se comprenda el error de aque­llos padres que se proponen darle al hijo la felicidad, como quien da un regalito.

Lo más que se puede hacer, es encaminarlo hacia ella, para que él la conquiste. Difícil, casi imposible, será después.

Cuanto menos trabajo se tomen los padres en los primeros años, más, muchísimo más, tendrán en lo futuro. Habitúalo, madre, a poner cada cosa en su sitio y a realizar cada acción a su tiempo. El orden es la primera ley del cielo.

Que no esté ocioso; que lea, que dibuje, que te ayude en alguna tarea, que se acostumbre a ser atento y servicial. Deja algo en el suelo para que él te lo recoja; incítalo a limpiar, arreglar, cuidar o componer alguna cosa, que te alcance ciertos objetos que necesi­tas. Bríndale, en fin, las oportunidades para que emplee sus ener­gías, su actividad, su voluntad y lo hará con placer. ¡Críalo como hijo pobre y lo enriquecerás! ¡Críalo como hijo rico y lo empobre­cerás para toda la vida!

Primero lo primero


Juan estaba lavando su auto en la acera, frente a su casa. Pasó por ahí, como de costumbre, el señor Cura; se detuvo y feli­citó a Juan:
-¡Qué bonito se ve tu automóvil! Tiene sus años pero lo veo siem­pre limpio y brillante.
-¡Si supiera usted, señor Cura -comentó Juan- cuánto tiempo y trabajo me cuesta! Por lo menos una hora diaria.
El señor Cura se puso serio y dijo: "Y para tener limpia y brillante tu alma, Juan ¿cuánto tiempo gastas diariamente?".
Juan no contestó, pues él casi nunca se da momentos para la intimidad con Dios y la reflexión.
Entonces el Cura concluyó: "Juan, francamente yo no quisiera ser tu alma, sino... tu automóvil...".
Pregunta Jesús: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si se pierde a sí mismo?" (Mt 16, 26).

Reportaje a Dios

Con mi título de periodista recién obtenido, decidí realizar una gran entrevista, y mi deseo fue concedido, permitiéndoseme una reunión con Dios.
"Pasa", me dijo Dios, "¿así que quieres entrevistarme?".
"Bueno", le contesté, "si tienes tiempo...".
Se sonrió por entre la barba y dijo: "Mi tiempo se llama eternidad y alcanza para todo; ¿qué preguntas quieres hacerme?".
"Ninguna nueva ni difícil para ti: ¿Qué es lo que más te sorprende de los hombres?". Y dijo: "Que se aburren de ser niños apurados por crecer, luego suspiran por regresar a ser niños. Que primero pierden la salud para tener dinero y enseguida pierden el dinero para recuperar la salud. Que por pensar ansiosamente en el futuro descuidan su hora actual, con lo que no viven ni el presente ni el futuro. Que viven como si no fueran a morirse, y se mueren como si no hubieran vivido, y pensar que Yo...".
Con los ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada dejó de ha­blar. Sus manos tomaron fuertemente las mías y seguimos en si­lencio.
Después de un largo tiempo en silencio, le dije: "¿Me dejas hacer­te otra pregunta? Como Padre, ¿qué es lo que le pedirías a tus hijos?". No me respondió con palabras sino con su tierna mirada.
-"Que aprendan que no pueden hacer que alguien los ame, lo que sí pueden hacer es dejarse amar.
Que aprendan que toma años construir la confianza, y sólo segun­dos para destruirla.
Que lo más valioso no es lo que tienen en sus vidas, sino a quién tienen en sus vidas.
Que no es bueno compararse con los demás, pues siempre habrá alguien mejor o peor que ellos.
Que rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita.
Que aprendan que deben controlar sus actitudes, o sus actitudes lo controlarán.
Que bastan unos solos segundos para producir heridas profundas en las personas que amamos, y pueden tomar años en ser sanadas.
Que aprendan que a perdonar se aprende practicando.
Que hay gente que los quiere mucho, pero que simplemente no sabe cómo demostrarlo.
Que aprendan que el dinero lo compra todo menos la felicidad.
Que a veces cuando están molestos tienen derecho a estarlo, pero eso no les da derecho a molestar a quienes los rodean.
Que los grandes sueños no requieren de grandes alas, sino de un tren de aterrizaje para lograrlos.
Que los amigos de verdad son tan escasos que, quien ha encontrado uno, ha encontrado un verdadero tesoro.
Que no siempre es suficiente ser perdonado por los otros, algunas veces deben perdonarse a sí mismos.
Que aprendan que son dueños de lo que callan y esclavos de lo que dicen.
Que lo que siembran cosechan, si siembran chismes cosecharán intrigas, si siembran amor cosecharán felicidad.
Que aprendan que la verdadera felicidad no es lograr sus metas, sino ser feliz con lo que tienen.
Que aprendan que la felicidad no es cuestión de suerte, sino producto de sus decisiones. Ellos deciden ser felices con lo que tienen, o morir de envidia y celos por lo que les falta y carecen.
Que sin importar las consecuencias, aquellos que son honestos consigo mismos llegan lejos en la vida.
Que cuando un amigo llora con ellos encuentran la fortaleza para vencer sus dolores.
Que aprendan que querer y amar no son sinónimos, sino antónimos, el querer lo exige todo, el amar lo entrega todo.
Que nunca harán nada tan grande para que Dios los ame más, ni tan malo para que los ame menos, simplemente los ama, a pesar de sus conductas.
Que aprendan que la distancia más lejos que pueden estar de mí es la distancia de una simple oración".
Y así, en un encuentro profundo, tomados de las manos, continuamos en silencio. ¿Será posible que alguna vez aprendamos?

Las cosas importantes

Un experto de empresas en Gestión del Tiempo quiso sorprender a los asistentes a su conferencia. Sacó de debajo del escritorio un frasco grande de boca ancha; lo colocó sobre la mesa junto a una bandeja que contenía piedras del tamaño de un puño y preguntó: "¿Cuántas piedras creen que caben en el frasco?". Luego que los asistentes hicieron sus conjeturas, empezó a meter piedras que llenaron el frasco. De nuevo preguntó el experto: "¿Está lleno?". Todo el mundo lo miró y asintió. Entonces, sacó de debajo de la mesa un cubo con piedras más pequeñas, metió parte de esas piedras en el frasco, y lo agitó; las piedrecillas penetraron por los espacios que dejaban las piedras grandes.
El experto sonrió con ironía y repitió: "¿Está lleno?". Esta vez los oyentes dudaron: "¡Tal vez no!". -"¡Bien!". Y puso en la mesa un cubo con arena que comenzó a volcar en el frasco. La arena se filtró en los pequeños recovecos que dejaban las piedrecillas y la grava. "¿Está lleno?", preguntó de nuevo. "¡No!", exclamaron los asistentes. "Bien", dijo y cogió una jarra con un litro de agua y la comenzó a verter en el frasco. El frasco aún no rebosaba. "Bueno. -Preguntó- ¿Qué hemos demostrado hoy?". Un participante respondió: "Que no importa lo llena que esté tu agenda, si lo intentas, siempre puedes hacer que quepan más cosas". "¡No! -concluyó el experto-. Lo que esta demostración nos enseña es que si no colocas las piedras grandes primero, no podrás colocarlas después". ¿Cuáles son las grandes piedras en tu vida, Dios, tu fe, tu práctica religiosa, tus valores morales, tus hijos, tus padres, tus amigos, tus sueños, tu salud, la persona amada, tus hermanos carnales y tus semejantes más próximos? Recuerda: pon las primero, y el resto encontrará su lugar.

La perla

Jenny era una linda niña de cinco años de ojos relucientes. Un día, mientras visitaba la tienda con su mamá, vio un collar de per­las de plástico que costaba 2.50 dólares. ¡Cuánto deseaba po­seerlo! Preguntó a su mamá si se lo compraría, y ella le respondió: "Hagamos un trato, yo te compraré el collar y cuando lleguemos a casa haremos una lista de tareas que podrás realizar para pagar el collar, ¿está bien?". Jenny estuvo de acuerdo, y su mamá le compró el collar de perlas.
Jenny trabajó con entusiasmo todos los días para cumplir con sus tareas. En poco tiempo pagó su deuda. ¡Jenny amaba sus perlas! las llevaba puestas a todas partes: Al kinder, a la cama, y cuando salía con su mamá.
Jenny tenía un padre que la quería muchísimo. Cuando ella iba a su cama, él se levantaba de su sillón favorito para leerle su cuento preferido. Una noche, cuando terminó el cuento, le dijo: "Jenny, ¿tú me quieres?". -"Oh, sí papá". -"Entonces, regálame tus per­las", le pidió él. "¡Oh, papá! Mis perlas no -dijo Jenny-. Pero te doy a Rosita, mi muñeca favorita. ¿La recuerdas? Tú me la regalaste el año pasado para mi cumpleaños. Y te doy su ajuar también. Está bien, papá?". -"Oh, no hijita, está bien, no importa", y dándo­le un beso en la mejilla, añadió: "Buenas noches, pequeña".
Una semana después, nuevamente su papá le preguntó al termi­nar el cuento diario: "Jenny, ¿tú me quieres?". -"Oh, sí papá, ¡tú sabes que te quiero!", le dijo ella. -"Entonces regálame tus per­las". –“¡Oh, papá¡ Mis perlas no; pero te doy a Lazos, mi caballo de juguete. Es mi favorito, su pelo es tan suave y tú puedes jugar con él y hacerle trencitas". -"Oh, no hijita, está bien -le dijo su papá en la mejilla-. Felices sueños".
Algunos días después, cuando el papá entró a su dormitorio para leerle un cuento, Jenny estaba sentada en su cama y con los labios temblorosos dijo: "Toma papá", y estiró su mano. La abrió y en su interior estaba su tan querido collar, el cual entregó a su padre. Con una mano él tomó las perlas de plástico y con la otra extrajo de su bolsillo una cajita de terciopelo azul. Dentro de la cajita había unas hermosas perlas genuinas. Él las había tenido allí, esperando que Jenny renunciara a la baratija para poder darle la pieza de valor.
Lo mismo sucede con nuestro Padre Celestial. Él está esperando que renunciemos a las cosas sin valor en nuestras vidas para darnos preciosos tesoros. ¿No es bueno el Señor? Esto me hace pensar en las cosas a las cuales me aferro y me pregunto: ¿qué es lo que Dios me quiere dar en su lugar?